sábado, 16 de julio de 2011

Un hombre y un espejo.

Subí el último peldaño y escruté a un hombre de tez pálida, lánguido, con sus ojos fijos en mí. Temí en un principio, miré hacia atrás, para ver si era a otro al que miraba con tanta ira en sus ojos azules, pero no, nadie había. Lo comprendí entonces, sabía sus intenciones, quería asesinarme, sí, era lo que quería, lo podía ver en sus ojos, tan cristalinos que se le podía ver hasta el alma... un alma sombría, negra, plagada de temores y de malas intenciones. Abandonado en las penumbras del ambiente asumí que mi muerte era inminente, pero él no se movía, estaba petrificado igual que yo, verlo ahí se me hacía familiar, recuerdos empezaron a dar vueltas por mi cabeza, entonces una imagen llegó a mí. Era él, era él el hombre que mató a mi esposa y a mi hija, y que ahora venía por mí, venía a terminar su trabajo, pero no se movía, no hacía nada ante mi presencia, solo me miraba fijamente. Me dije a mi mismo que nadie nunca me asesinaría, nadie quedaría impune después de asesinar a toda mi familia. Saqué un arma que traía en mi bolsillo, no sabía tampoco como había llegado ahí, solo sabía que había sido usada recientemente por las marcas de la pólvora. No pensé más y le disparé, nos miramos una última vez, caímos juntos y él desapareció, solo quede yo, durmiéndome lentamente mientras los vidrios se clavaban en mi cuerpo moribundo.

J.

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